Hoy amanecí persona y me acosté gaviota, pasando por lombriz. Casi como cada mañana emprendí camino rumbo a mi trabajo. Sin embargo, hoy era distinto. Se avecinaba una tormenta que hacía peligrar el alumbrado de toda la universidad. Y, efectivamente, la tormenta llegó. Se llevó por delante unas cuantas bombillas y algunos cacharros más.
Sin embargo, la oscuridad a que me vi obligada a soportar me obligó a abrir más los ojos. Levantarme de mi mesa y observar mi alrededor. Un alrededor que convive conmigo constantemente, pero a penas presto atención. Una vez más, granuja la vida, presentó una paradoja. Conseguí ver a ciegas, lo que la luz no mostraba.
Encontré el rincón de las cosas perdidas. Donde se guarda aquello que no usas a diario. Que, aunque inútil, una extraña fuerza interior impide que vaya a la basura. También pude recordar el motivo que llevaron esos objetos al rincón del olvido. Tan sólo dejé algunos. Otros se los llevará esta noche el camión de la basura.
Percibí el olor del miedo a lo desconocido, a la variabilidad de la rutina y la tensión de no saber el tiempo que llevará restaurar la normalidad. Lo percibí claramente, tan claro como si lo tuviera al lado. También escuché algún llanto por algún ordenador que se apagó antes de guardar el trabajo. Y vi salir del escobero a un par de despeinados.
Puse mi objetivo en conquistar ese momento. Una noche diurna en un lugar que apenas conocía si me sacaban de mi camino. Me olvidé de coger el abrigo, las llaves, el móvil y dejé para mañana todo lo que tenía que hacer y lo que surgiese. Corrí con ansia hasta el edificio contigo, frenando en seco ante la puerta. Preguntándome qué esperaba encontrar y si estaba preparada. Hice lo mismo con cada edificio. En el último, la puerta estaba cerrada. Después de todo el esfuerzo que había realizado entre la multitud astiada y escandalizada por los cortes de luz, me parecía una decepción no entrar en el último edificio. Decidí entrar por la ventana. Sin muchas ganas, con aburrimiento y por inercia. Sólo por ser el único que quedaba. Aunque me aturdía la sensación de parecerme a mi hijo pequeño buscando aventuras tontamente, cuando ya no tengo imaginación. El portero estaba allí. Creo que a él también le recordé a un niño pequeño. Sin embargo, sacó una pequeña sonrisa desganada para agradecerme que llegase a hacerle compañía. Aquel hombre siempre me pareció aburrido y soso. Pero hoy, con mis ojos de niña aventurera, resultó bastante interesante. Con la escusa de buscar los plomos y dar la luz, me condujo a un refugio secreto bajo el suelo. Al principio no quería, pero tuve que aceptar su consejo. Así que me convertí en lombriz. De este modo, la humedad y estrechez de los pasillos era más llevadera. La sensación de arrastrarse sobre la suciedad no terminaba de compensar las ventajas de ser lombriz. Vino la luz, pero el muy...pi...no quiso enseñarme a desconvertirme. Me cogió con desprecio, ya con forma de hombre, y me dejó en el jardín. Me arrastré murmurando maldiciones y envenenándome con palabrotas hacia la salida de la universidad. Obviamente, no iba a aparecer así en mi despacho. Por el camino, me encontré un trébol de cuatro hojas. Me quedé anonadada. Nunca había visto uno, por más que había buscado. Y así, de repente, estaba ante mis...¿manos de lombriz? Como fuere, decidí no moverme de allí hasta encontrar una solución. Se supone que debería tener suerte. Y así fue, apareció un duende entre las hojas del césped recortado. Huía de una liebre que le perseguía enfurecida. En su carrera, iba agitando lo que parecía una mini marmita de polvos mágicos. Por suerte, me cayeron unos cuantos encima. Al mirarme, vi un cuerpo blanco sobre unas patas palmípedas. Un pico que me permitió agarrar el trébol de cuatro hojas y unas alas que me permitieron volar libre.
jueves, 12 de noviembre de 2015
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario