Érase una vez un arriero que construyó su casa a las afueras del pueblo. Como estaba en el camino, a menudo los viajantes hacían una parada en busca de posada.
Este hombre, al principio reacio, daba algún pedazo de pan y algo de vino. Con el tiempo decidió dejar su oficio y dedicarse al hospedaje. Fue dando cobijo y alimento a aquellos que decidían visitarle.
Su gentil hospitalidad fue aumentando la fama del hombre y su morada. Tanto que, incluso, algunos convoys se desviaban del camino más corto hacia su destino, para descansar en su negocio.
Algunas veces, pasaban gente menos adinerada o con grandes necesidades. En esas ocasiones, nuestro protagonista apenas les cobraba o les regalaba la estancia y los gastos a cambio de una buena historia.
Sin embargo, llegó un momento en el que empezaba a hacerse demasiado duro. Era mucho trabajo para un solo hombre. Pero el karma recompensó su buen hacer pronto. Hasta su hogar llegaron algunas personas que a la vuelta de sus viajes querían alojarse por mucho tiempo. También hubo quien decidió no continuar su viaje y vivir junto a ese hombre. En cualquier caso, encontraron una cálida bienvenida y un oficio.
Los primeros problemas llegaban cuando los nuevos inquilinos se daban cuenta de que era un trabajo demasiado duro. O cuando se habían aburrido y querían seguir viajando. O cuando les llegaba la noticia de otras posadas mejores. Otros también partían en busca de tesoros inventados por los comensales. A menudo, estos problemas se resolvían pronto, pues cada vez que alguien partía, aparecía alguien dispuesto a sustituirle.
Un día, uno de los inquilinos empezó a exigir más salario de lo que el hombre podía permitirse. No obtuvo lo que quiso y de marchó. Se marchó dejando al pobre hombre pesaroso. Se marchó con todas sus pertenencias. Llevaba tanto tiempo allí que la habitación donde pernoctaba también podía considerarse suya. Por tanto, se llevó la habitación entera consigo. Desde lejos de apreciaba el agujero en el edificio. Y el pobre hostelero no pudo alojar a nadie más en ese hueco.
Desde ese momento, decidió no volver a dar una habitación numerada a nadie. Rotaba a la cuadrilla que tuviese en ese momento entre las distintas habitaciones de servicio. Hasta que la historia se repitió y, aunque no era su habitación de siempre, el esquirol de esta ocasión también arranco una habitación entera y se la llevó como recuerdo.
Tras este nuevo palo, decidió ahorrarse el trabajo de las mudanzas entre habitaciones y ser mucho más cuidadoso a la hora de elegir personal. Sólo permitiría arraigarse a aquellos que por sus características no pudiesen dejar un nuevo roto en sus paredes.
Al final, le pudo su corazón y arraigaron y arrancaron casi todas las habitaciones. Sólo quedaba una en pie. Limitó sus servicios a un poco de almuerzo y prestar su cama para una siesta. De este modo envejeció de repente demasiado rápido. La soledad amargaba sus guisos. Pero ¿Cómo iba a compartir su habitación con alguien, si podría llevársela?
Como buen luchador, volvió a confiar sin reparos. Por arte de magia o de brujería. Logró volver a recibir a las gente con esmero y excelentes elaboraciones culinarias. Iba recobrando su fama, ya no como hostal, sino como lugar de almuerzos y cenas.
Tristemente, ahora tiene que dormir en la cocina y pide caridad a los que asoman por allí.
miércoles, 14 de octubre de 2015
El arriero que se hizo hostalero
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