"Me tienes hasta la punta del coño". Esa fue su última frase. O su penúltima. O quizá simplemente una de las últimas. Mi conmoción fue tal que no pude seguir consciente después de esas palabras.
Penetraron en mi cuerpo, calándome hasta los huesos. Se incrustó dentro de cada átomo que constituye este insignificante ser. La boca que un día me curó las heridas que deja el trasiego de la vida, esa misma boca, disparó sin compasión contra mi corazón. Se escudó bajo la ineludible verdad de que es su forma de actuar. Ineludible cuando no quiere conquistarte. Cuando no se siente sola. Cuando alguien le agarra de la mano.
Salió victoriosa en esa batalla porque ella no lloraba. Mantenía su fuerte en el hogar que acostumbra a desvalorar.
Yo, en cambio, era arropada por las miradas inquisidoras de la gente que merodeaba la zona. Fui la anécdota que contar al llegar a casa tras un aburrido día. El espectáculo consistía en mostrar la desesperación en forma de llanto desconsolado. El soliloquio venía gracias a la colaboración del apuntador. La voz en carne viva ponía sobre el escenario la parte más dramática. El discurso, sin embargo, apenas ya importaba. Tras el telón sólo se encontraba la explosión dañina de la rabia.
El apuntador se mostraba impasible ante las lágrimas derramadas por el público y por los propios actores. En su mente únicamente albergaba un ego desmesurado cuyo objetivo principal era terminar la obra. Lo que no sabía este apuntador, que a su vez había sido escritor y director, es que esta sería su última obra. No fue consciente de que al pronunciar algo tan soez como "Me tienes hasta la punta del coño" estaba decapitando su gira. En ese preciso momento, el teatro se incendió y los periódicos divulgaron el nefasto desarrollo de la obra. Nadie nunca quiso más volver a verla. Ningún actor volvió a estar dispuesto a representarla.
viernes, 9 de octubre de 2015
Me tienes hasta la punta del coño
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